lunes, 27 de julio de 2009

Contingencia y maduración: Rorty y Giegerich


En las últimas charlas sobre la psico-logía de Wolfgang Giegerich hemos visto que éste asocia el proceso de transformación de la conciencia (personal y colectiva) con el parágrafo 10:7 del Evangelio de San Marcos, donde se dice: “Dejarás padre y madre y te unirás a tu esposa”. El paso de "padre y madre" a "esposa" requiere una transformación tal que mientras se necesite "padre y madre" es imposible acceder a "esposa", y cuando se accede a esposa ello mismo implica que "padre y madre" han muerto (psicológicamente, no literalmente). Los dos estadios son mutuamente excluyentes, en tanto que que el uno es la negación del otro; además, cuando se es "esposo" ya no sólo no se "tiene" (lógicamente, es decir: psicológicamente) un padre, sino que entonces y sólo entonces se es (lógicamente, si no empíricamente) padre. Y ser padre significa que "padre" ya no es substancia, sino sujeto: ya no es más contenido, sino la forma lógica del ser del hombre.

Este paso a "esposa" es lo que Giegerich llama "abrazar la contingencia". La esposa no debiera estar inflada con proyecciones de ánima, ni debe ser el objeto de un "mirar hacia arriba" (que es la colocación del niño ante "padre y madre") pues entonces automáticamente no habría propiamente "esposa" sino otra versión de "padre y madre". Lo decisivo consiste en salir de la interioridad del alma (del platonismo de la psicología), del estado narcisita de inocencia, de la trascendencia, del aferrarse a un fundamento seguro y necesario -atemporal o eterno- (lo religioso, la metafísica) y asentarse en cambio psicológicamente sobre los propios pies y arraigar en el mundo (acceder a la conciencia moderna), invistiendo con todo el valor anímico a alguien real . Es decir: implicarse irrevocablemente con la existencia empírica, finita, y comprometerse íntegramente (a corps perdu) con la contingencia.

El tema de la contingencia está brillamente tratado por Richard Rorty, uno de los pensadores más importantes de los últimos veinte años, entre cuyas obras hay que citar “La Filosofía y el Espejo de la Naturaleza”,Pragmatismo y Política”, “Ensayos sobre Heidegger”, “El giro lingüístico”, “Verdad y Método”, “Objetividad, relativismo y verdad” y "Contingencia, ironía y solidaridad". Justamente he colgado en la web los dos primeros capítulos de esta última obra, que puede consultarse picando aquí

Entre otras cosas, Rorty escribe:

"Hay que distinguir entre la afirmación de que el mundo está ahí afuera y la afirmación de que la verdad está ahí afuera. Decir que el mundo está ahí afuera, creación que no es nuestra, equivale a decir, en consonancia con el sentido común, que la mayor parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiempo son los efectos de causas entre las que no figuran los estados mentales humanos. Decir que la verdad no está ahí afuera es simplemente decir que donde no hay proposiciones no hay verdad, que las proposiciones son elementos de los lenguajes humanos, y que los lenguajes humanos son creaciones humanas.
La verdad no puede estar ahí afuera --no puede existir independientemente de la mente humana-- porque las proposiciones no pueden tener esa existencia, estar ahí afuera. El mundo está ahí afuera, pero las descripciones del mundo no. Sólo las descripciones del mundo pueden ser verdaderas o falsas. El mundo de por sí --sin el auxilio de las actividades descriptivas de los seres humanos-- no puede serlo.
La idea de que la verdad, lo mismo que el mundo, está ahí afuera es legado de una época en la cual se veía al mundo como la creación de un ser que tenía un lenguaje propio. Si desistimos del intento de dar sentido a la idea de tal lenguaje no humano, no incurriremos en la tentación de confundir la trivialidad de que el mundo puede hacer que tengamos razón al creer que una proposición es verdadera, con la afirmación de que el mundo, por su propia iniciativa, se descompone en trozos, con la forma de proposiciones, llamados «hechos». Pero si uno se adhiere a la noción de hechos autosubsistentes, es fácil empezar a escribir con mayúscula la palabra «verdad » y a tratarla como algo que se identifica con Dios o con el mundo como proyecto de Dios. Entonces uno dirá, por ejemplo, que la Verdad es grande, y que triunfará.

....
Los idealistas alemanes, los revolucionarios franceses y los poetas románticos tenían en común la oscura percepción de que seres humanos cuyo lenguaje cambió, de forma tal que ya no hablaban de sí mismos como sometidos a poderes no humanos, se convertían con ello en un nuevo tipo de seres humanos.
La dificultad que afronta un filósofo que, como yo, simpatiza con esa idea --y que se concibe a sí mismo asistente del poeta antes que del físico--, es la de evitar la insinuación de que aquella idea capta algo que es correcto, que una filosofía como la mía corresponde a la forma de ser realmente las cosas.
Porque hablar de correspondencia significa volver a la idea de la que un filósofo así desea desembarazarse: la idea de que el mundo o el yo tienen una naturaleza intrínseca. Desde nuestro punto de vista, explicar el éxito de la ciencia o la deseabilidad del liberalismo político diciendo que «se ajustan al mundo», o que «expresan la naturaleza humana», equivale a expresar por qué el opio lo hace a uno dormir refiriéndose a su virtud dormitiva. Decir que el léxico de Freud capta la verdad de la naturaleza humana, o que el de Newton capta la verdad de los cielos, no es explicar nada. Es únicamente un cumplido sin contenido: un cumplido tradicionalmente hecho a los escritores cuya jerga hemos encontrado útil. Decir que no hay una cosa tal como una naturaleza intrínseca no es decir que la naturaleza intrínseca de la realidad ha resultado ser --sorprendentemente-- extrínseca. Decir que debiéramos excluir la idea de que la verdad está ahí afuera esperando ser descubierta no es decir que hemos descubierto que ahí afuera no hay una verdad.
.......

La explicación que Davidson da de la comunicación lingüística prescinde de la imagen del lenguaje como una tercera cosa que se sitúa entre el yo y la realidad, y de los diversos lenguajes como barreras interpuestas entre las personas o las culturas. Decir que el lenguaje del que uno antes disponía para tratar de algún segmento del mundo (por ejemplo: el cielo estrellado, en lo alto, o las ardientes pasiones, en el interior) no es sino decir que ahora, tras haber aprendido un nuevo lenguaje, uno es capaz de manejar ese segmento con mayor facilidad. Decir que dos comunidades tienen dificultades para relacionarse debido a que las palabras que cada una de ellas emplea son difíciles de traducir a palabras de la otra, no es sino decir que para los miembros de una comunidad la conducta lingüística de los miembros de la otra, lo mismo que el resto de su conducta, puede ser difícil de predecir. Como lo expresa Davidson:
Debemos advertir que hemos abandonado no sólo la noción corriente de lenguaje, sino que hemos borrado el límite entre el conocimiento de un lenguaje y el conocimiento de nuestra marcha por el mundo en general. Porque no hay reglas para llegar a teorías momentáneas que funcionen. [...] Las posibilidades de reglamentar o de enseñar ese proceso no son mayores que las posibilidades de reglamentar o de enseñar el proceso de crear nuevas teorías para hacer frente a nuevos datos; porque eso es lo que supone ese proceso [...]
No existe cosa semejante a un lenguaje, al menos en el sentido en que lo han concebido los filósofos. No hay, por tanto, una cosa semejante que pueda ser enseñada o dominada. Debemos renunciar a la idea de que existe una estructura definida poseída en común que los usuarios de un lenguaje dominan y después aplican a situaciones [...] Debemos renunciar al intento de aclarar el modo en que nos comunicamos recurriendo a convenciones.

......

Concebir la historia del lenguaje y, por tanto, la de las artes, las ciencias y el sentido moral, como la historia de la metáfora, es excluir la imagen de la mente humana, o de los lenguajes humanos, como cosas que se tornan cada vez más aptas para los propósitos a los que Dios o la Naturaleza los ha destinado; por ejemplo, los de expresar cada vez más significados o representar cada vez más hechos. La idea de que el lenguaje tiene un propósito vale en la misma medida que la idea del lenguaje como medio. La cultura que renuncie a esas dos ideas representará el triunfo de las tendencias del pensamiento moderno que se iniciaron hace dos siglos: las tendencias comunes al idealismo alemán, a la poesía romántica y a los políticos utopistas.
Una concepción no teleológica de la historia intelectual, que incluya a la historia de la ciencia, sirve a la teoría de la cultura del mismo modo que la concepción mendeliana, mecanicista, de la selección natural sirvió a la teoría evolucionista. Mendel nos hizo concebir la mente como algo que sencillamente ha acontecido, y no como algo que constituyese el elemento central de todo el proceso. Davidson nos permite concebir la historia del lenguaje, y por tanto la historia de un arrecife de coral. Las viejas metáforas están desvaneciéndose constantemente en la literalidad para pasar a servir entonces de base y contraste de metáforas nuevas. Esta analogía nos permite concebir a «nuestro lenguaje» --esto es, el de la ciencia y la cultura de la Europa del siglo XX-- como algo que cobró forma a raíz de un gran número de meras contingencias. Nuestro lenguaje y nuestra cultura no son sino una contingencia, resultado de miles de pequeñas mutaciones que hallaron un casillero (mientras que muchísimas otras no hallaron ninguno), tal como lo son las orquídeas y los antropoides.
.....

Pero en una perspectiva nietzscheana, que excluye la distinción entre realidad y apariencia, modificar la forma de hablar es modificar lo que, para nuestros propios propósitos, somos. Decir, con Nietzsche, que Dios ha muerto, es decir que no servimos a propósitos más elevados. La sustitución nietzscheana del descubrimiento por la creación de sí equivale al reemplazo de la imagen de generaciones hambrientas que se pisotean las unas a las otras por la imagen de una humanidad que se aproxima cada vez más a la luz. Una cultura en la que las metáforas nietzscheanas fuesen expresiones literales sería una cultura en la que se daría por sentado que los problemas filosóficos son tan transitorios como los problemas poéticos, que no hay problemas que vinculen a las generaciones reuniéndolas en una única especie natural llamada «humanidad». Una percepción de la historia humana como la historia de metáforas sucesivas nos permitiría concebir al poeta, en el sentido genérico de hacedor de nuevas palabras, como el formador de nuevos lenguajes, como la vanguardia de la especie.
.....
Excluir la idea del lenguaje como representación y ser enteramente wittgensteiniano en el enfoque del lenguaje, equivaldría a desdivinizar el mundo. Sólo si lo hacemos podemos aceptar plenamente el argumento que he presentado anteriormente: el argumento de que hay verdades porque la verdad es una propiedad de los enunciados, porque la existencia de los enunciados depende de los léxicos, y porque los léxicos son hechos por los seres humanos. Pues en la medida en que pensemos que «el mundo» designa algo que debemos respetar y con lo que nos hemos de enfrentar, algo semejante a una persona, en tanto tiene de sí mismo una descripción preferida, insistiremos en que toda explicación filosófica de la verdad retiene la «intuición» de que el mundo está «ahí afuera». Esta intuición equivale a la vaga sensación de que incurriríamos en hybris [orgullo] al abandonar el lenguaje tradicional del «respeto por el hecho» y la «objetividad»: que sería peligroso, y blasfemo, no ver en el científico (o en el filósofo, o en el poeta, o en alguien) a quien cumple una función sacerdotal, a quien nos pone en contacto con un dominio que trasciende a lo humano.
.....
Fue Nietzsche el primero en sugerir explícitamente la exclusión de la idea de «conocer la verdad». Su definición de la verdad como «un ejército móvil de metáforas» equivalía a la afirmación de que había que abandonar la idea de «representar la realidad» por medio del lenguaje y, con ello, la idea de descubrir un contexto único para todas las vidas humanas. Su perspectivismo equivalía a la afirmación de que el universo no tiene un registro de cargas que pueda ser conocido, ninguna extensión determinada. El tenía la esperanza de que cuando hubiésemos caído en la cuenta de que el « mundo verdadero » de Platón era sólo una fábula, buscaríamos consuelo, en el momento de morir, no en el haber trascendido la condición animal, sino en el ser esa especie peculiar de animal mortal que, al describirse a sí mismo en sus propios términos, se había creado a sí mismo. Más exactamente, se habría creado la única parte de sí que importaba, construyendo su propia mente. Crear la mente de uno es crear el lenguaje de uno, antes de dejar que la extensión de la mente de uno sea ocupada por el lenguaje que otros seres humanos han legado.
....
Sólo los poetas, sospechaba Nietzsche, pueden apreciar verdaderamente la contingencia. El resto de nosotros está condenado a seguir siendo filósofo, a insistir en que sólo hay un verdadero registro de cargas, una sola descripción verdadera de la condición humana, que nuestras vidas tienen un único contexto universal. Estamos destinados a pasar nuestra vida consciente intentando escapar de la contingencia en lugar de reconocerla y apropiarnos de ella, como hace el poeta vigoroso. Para Nietzsche la línea que separa al poeta vigoroso del resto de la raza humana tiene, por tanto, el significado moral que Platón y el cristianismo le atribuyeron a la distinción entre lo humano y lo animal. Pues si bien los poetas vigorosos son, como todos los otros animales, productos causales de fuerzas naturales, son productos capaces de narrar la historia de su propia producción con palabras que antes nunca se han usado. La línea que separa la debilidad de la fortaleza es, pues, la línea que separa el uso de un lenguaje familiar y universal, de la producción de un lenguaje que, si bien inicialmente es inhabitual e idiosincrásico, de algún modo torna tangible la ciega marca que lleva toda acción nuestra. Con suerte --esa especie de suerte en la que estriba la diferencia existente entre la genialidad y la excentricidad-- a la generación siguiente ese lenguaje le parecerá inevitable. Sus acciones llevarán esa marca.
Dicho de otro modo: la tradición filosófica occidental concibe la vida humana como un triunfo en la medida en que transmuta el mundo del tiempo, de la apariencia y de la opinión individual en otro mundo: el mundo de la verdad perdurable. Nietzsche, en cambio, cree que el límite que es importante atravesar no es el que separa el tiempo de lo intemporal, sino el que divide lo viejo de lo nuevo. Piensa que la vida humana triunfa en la medida en que escapa de las descripciones heredadas de la contingencia de la existencia y halla nuevas descripciones. Es ésa la diferencia que separa la voluntad de verdad de la voluntad de autosuperación. Es la diferencia entre concebir la redención como el contacto con algo más amplio y más duradero que uno, y la redención como Nietzsche la describe: «Recrear todo "fue" para convertirlo en un "así lo quise".»

........
Es difícil en la actualidad imaginarse la inquietud que debe de haber producido Freud cuando empezó a describir la consciencia como un yo ideal instituido por quienes «no están dispuestos a olvidar la perfección narcisista de «la niñez».(20) Si Freud sólo hubiese dicho que la voz de la consciencia es la voz interiorizada de los padres y de la sociedad, no habría causado inquietud alguna. Esa afirmación fue sugerida por Trasímaco en la República de Platón, y fue desarrollada más tarde por escritores reduccionistas como Hobbes. Lo que es nuevo en Freud son los detalles que nos da acerca del carácter de las cosas que intervienen en la formación de la consciencia, su explicación de por qué ciertas situaciones y ciertas personas concretas producen una culpa insoportable, intensa ansiedad o vehemente enojo. Considérese, por ejemplo, la siguiente descripción del período de latencia:
Además de la destrucción del complejo de Edipo, tiene lugar una degradación regresiva de la libido, el super-yo se torna extraordinariamente severo y áspero, y el yo, obedeciendo al super-yo, produce fuertes formaciones reactivas bajo la forma de escrupulosidad, compasión y pulcritud. [...] Pero también aquí la neurosis obsesiva es sólo una exageración del método normal de deshacerse del complejo de Edipo.
Este texto, lo mismo que otros en los que Freud discute lo que él llama «el origen narcisista de la compasión», nos proporciona un modo de concebir el sentimiento de compasión, no como una identificación con el núcleo humano común que compartimos con todos los demás miembros de nuestra especie, sino como algo encauzado en formas muy específicas hacia tipos muy específicos de personas y hacia vicisitudes muy especiales. Nos ayuda así a comprender por qué podemos hacer infinitos esfuerzos por ayudar a un amigo y olvidamos enteramente del dolor, más grande, de otro, a quien creemos amar tan entrañablemente. Nos ayuda a damos cuenta de por qué una persona puede ser tanto una tierna madre y una despiadada guardiana de campo de concentración, o un magistrado justo y moderado y, a la vez, un padre indiferente y despectivo. Al asociar la escrupulosidad con la pulcritud, y al asociar esas dos cosas no sólo con la neurosis obsesiva sino también (como lo hace en otros lugares) con el impulso religioso y con la tendencia a construir sistemas filosóficos, Freud echa abajo las distinciones tradicionales entre lo más elevado y lo más bajo, lo esencial y lo accidental, lo central y lo periférico. Nos deja con un yo que consiste en un tejido de contingencias antes que un sistema de facultades estructurado al menos virtualmente.
Freud nos muestra por qué en algunos casos deploramos la crueldad y en otros casos hallamos placer en ella. Nos muestra por qué nuestra capacidad para el amor se restringe a personas, cosas o ideas de formas, medidas y colores muy particulares. Nos muestra por qué suscitan nuestro sentimiento de culpa ciertos acontecimientos muy específicos, y en teoría bastante insignificantes, y no otros que, de acuerdo con cualquier teoría moral corriente, tendrían mucho mayor relieve. Además nos proporciona a cada uno de nosotros los recursos para construir nuestro propio léxico privado de deliberación moral. Porque términos como «infantil», «sádico», «obsesivo» o «paranoide», a diferencia de los nombres de los vicios y de las virtudes que hemos heredado de los griegos y de los cristianos, tienen resonancias muy específicas y muy diferentes para cada individuo que los usa: evocan en nuestra mente semejanzas y diferencias entre nosotros y personas muy determinadas (por ejemplo, nuestros padres) y entre la situación presente y situaciones muy determinadas de nuestro pasado. Nos ponen en condiciones de esbozar una narración de nuestro propio desarrollo, de nuestra lucha moral individual, cuyo tejido es mucho más fino, y está hecha mucho más a la medida de nuestro caso individual, que el léxico moral que nos ofrece la tradición filosófica.
Puede resumirse esta cuestión diciendo que Freud hace de la deliberación moral una cosa tan finamente abigarrada, tan detallada y tan multiforme como siempre lo ha sido el cálculo prudencial. Con ello nos ayuda a suprimir la distinción entre la culpa moral y la inconveniencia práctica, oscureciendo de esa manera la distinción entre prudencia y moralidad. En cambio, la filosofía moral de Platón y la de Kant se centran en esa distinción, tal como lo hace la «filosofía moral» en el sentido en que típicamente entienden esa expresión los filósofos analíticos contemporáneos. Kant nos divide en dos partes: una llamada «razón» que es idéntica en todos nosotros, y otra (la sensación empírica y el deseo) que es cuestión de impresiones ciegas, individuales, contingentes. En cambio, Freud trata la racionalidad como un mecanismo que ajusta las contingencias entre sí. Pero su mecanización de la razón no es ya un reduccionismo filosófico más abstracto, o un «platonismo invertido». Antes que discutir la racionalidad en la forma abstracta, simplista y reduccionista en que la discuten Hobbes y Hume (forma que retiene los dualismos originales de Platón al objeto de invertirlos), Freud pasa su tiempo poniendo de manifiesto la extraordinaria complejidad, la sutileza y la inventiva de nuestras estrategias inconscientes. De esa manera nos permite ver la ciencia y la poesía, la genialidad y la psicosis --y, lo que es más importante, la moralidad y la prudencia--, no como productos de facultades distintas, sino como modos alternativos de adaptación.
Freud nos ayuda, pues, a considerar seriamente la posibilidad de que no haya una facultad central, un yo central, llamado «razón», y, por tanto, a tomar en serio el perspectivismo y el pragmatismo nietzscheano. La psicología moral de Freud nos proporciona un léxico para la descripción de uno mismo que es radicalmente diferente del de Platón, y radicalmente diferente también de ese aspecto de Nietzsche correctamente condenado por Heidegger como un ejemplo más de platonismo invertido: el intento romántico de exaltar la carne frente al espíritu, el corazón frente a la cabeza, la mítica facultad llamada «voluntad» frente a la igualmente mítica llamada «razón».”

Como puede verse, el artículo tiene muchos puntos de contacto con el pensamiento de Giegerich, aunque también hay muchas e importantes diferencias. Y la más importante es que para Rorty el concepto de "verdad" debiera dejarse de lado mientras que en Giegerich el tema de la verdad es esencial, como puede verse picando aquí