Acabo de publicar en la web del Centro el artículo de Michel Foucault: “Nietzsche, la genealogía y la historia", en el cual el incisivo pensador francés comenta la distinción nietzscheana entre “historia” o “historiografía” como aparente narración “hilada” de los acontecimiento a partir de un “origen” (lo cual implica una concepción “absoluta”, “esencialista” y metafísica) y la “genealogía” como una deconstrucción de tal “trama” en la multiplicidad de sucesos y perspectivas.
Así, Foucault escribe, entre otras cosas:
...como si las palabras hubiesen guardado su sentido, los deseos su dirección, las ideas su lógica; como si este mundo de cosas dichas y queridas no hubiese conocido invasiones, luchas, rapiñas, disfraces, trampas. De aquí se deriva para la genealogía una tarea indispensable: percibir la singularidad de los sucesos, fuera de toda finalidad monótona; encontrarlos allí donde menos se espera y en aquello que pasa inadvertido por no tener nada de historia –los sentimientos, el amor, la conciencia, los instintos–, captar su retorno, pero en absoluto para trazar la curva lenta de una evolución, sino para reencontrar las diferentes escenas en las que han jugado diferentes papeles
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(La genealogía) se opone pues al despliegue metahistórico de las significaciones ideales y de los indefinidos teleológicos. Se opone a la búsqueda del «origen»… ¿Por qué Nietzsche genealogista rechaza, al menos en ciertas ocasiones, la búsqueda del origen (Ursprung)? Porque en primer lugar [la búsqueda del origen] se esfuerza por recoger allí la esencia exacta de la cosa, su más pura posibilidad, su identidad cuidadosamente replegada sobre sí misma, su forma inmóvil y anterior a todo aquello que es externo, accidental y sucesivo. Buscar un tal origen, es intentar encontrar «lo que estaba ya dado», lo «aquello mismo» de una imagen exactamente adecuada a sí; es tener por adventicias toda las peripecias que han podido tener lugar, todas las trampas y todos los disfraces. Es intentar levantar las máscaras, para desvelar finalmente una primera identidad.. En cambio el genealogista se ocupa de escuchar la historia más que de alimentar la fe en la metafísica
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El origen está siempre antes de la caída, antes del cuerpo, antes del mundo y del tiempo; está del lado de los dioses, y al narrarlo se canta siempre una teogonía. Pero el comienzo histórico es bajo, no en el sentido de modesto o de discreto como el paso de la paloma, sino irrisorio, irónico, propicio a deshacer todas las fatuidades
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…detrás de la verdad, siempre reciente, avara y comedida, está la proliferación milenaria de los errores
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Allí donde el alma pretende unificarse, allí donde el yo se inventa una identidad o una coherencia, el genealogista parte a la búsqueda del comienzo –de los comienzos innombrables que dejan esa sospecha de color, esta marca casi borrada que no sabría engañar a un ojo un poco histórico–; el análisis de la procedencia permite disociar al yo y hacer pulular, en los lugares y plazas de su síntesis vacía, mil sucesos perdidos hasta ahora... percibir los accidentes, las desviaciones ínfimas –o al contrario los retornos completos, los errores, los fallos de apreciación, los malos cálculos que han producido aquello que existe y es válido para nosotros; es descubrir que en la raíz de lo que conocemos y de lo que somos no están en absoluto la verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente
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Situando el presente en el origen, la metafísica obliga a creer en el trabajo oscuro de un destino que buscaría manifestarse desde el primer momento. La genealogía, por su parte, restablece los diversos sistemas de sumisión: no tanto el poder anticipador de un sentido cuanto el juego azaroso de las dominaciones.
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Si interpretar fuese aclarar lentamente una significación oculta en el origen, sólo la metafísica podría interpretar el devenir de la humanidad. Pero si interpretar es ampararse, por violencia o subrepticiamente, de un sistema de reglas que no tiene en sí mismo significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego, y someterlo a reglas segundas, entonces el devenir de la humanidad es una serie de interpretaciones. Y la genealogía debe ser su historia: historia de las morales, de los ideales, de los conceptos metafísicos, historia del concepto de libertad o de la vida ascética como emergencia de diferentes interpretaciones. Se trata de hacerlos aparecer como sucesos en el teatro de los procedimientos.
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Nietzsche nunca cesó de criticar después de la segunda de las Consideracions Intempestivas esta forma de historia que reintroduce (y supone siempre) el punto de vista suprahistórico: una historia que tendría por función recoger, en una totalidad bien cerrada sobre sí misma, la diversidad al fin reducida del tiempo; una historia que nos permitiría reconocernos en todas partes y dar a todos los desplazamientos pasados la forma de la reconciliación; una historia que lanzará sobre todo lo que está detrás de ella una mirada de fin del mundo. Esta historia de los historiadores se procura un punto de apoyo fuera del tiempo; pretende juzgarlo todo según una objetividad de apocalipsis; porque ha supuesto una verdad eterna, un alma que no muere, una conciencia siempre idéntica a sí misma
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...el sentido histórico escapará a la metafísica para convertirse en el instrumento privilegiado de la genealogía si no se posa sobre ningún absoluto. No debe ser más que esta agudeza de una mirada que distingue, reparte, dispersa, deja jugar las separaciones y los márgenes una especie de mirada disociante capaz de disociarse a sí misma y de borrar la unidad de este ser humano que se supone conducirla soberanamente hacia su pasado.
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La historia «efectiva» se distingue de la de los historiadores en que no se apoya sobre ninguna constancia: nada en el hombre — ni tampoco su cuerpo– es lo suficientemente fijo para comprender a los otros hombres y reconocerse en ellos. Todo aquello a lo que uno se apega para volverse hacia la historia y captarla en su totalidad, todo lo que permite retrazarla como un paciente movimiento continuo –a todo esto hay que destrozarlo sistemáticamente–. Hay que hacer pedazos lo que permite el juego consolador de los reconocimientos.
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Creemos que nuestro presente se apoya sobre intenciones profundas, necesidades estables; pedimos a los historiadores que nos convenzan de ello. Pero el verdadero sentido histórico reconoce que vivimos, sin referencias ni coordenadas originarias, en miríadas de sucesos perdidos.
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La historia tiene algo mejor que hacer que ser la sirvienta de la filosofía y que contar el nacimiento necesario de la verdad y del valor, puede ser el conocimiento diferencial de las energías y de los desfallecimientos, de las alturas y de los hundimientos, de los venenos y de los contravenenos. Puede ser la ciencia de los remedios esta historia efectiva. No teme ser un saber en perspectiva. Los historiadores buscan en la medida de lo posible borrar lo que puede traicionar, en su saber, el lugar desde el cual miran, el momento en el que están, el partido que toman –lo inapresable de su pasión–. El sentido histórico, tal como Nietzsche lo entiende, se sabe perspectiva, y no rechaza el sistema de su propia injusticia. Mira desde un ángulo determinado con el propósito deliberado de apreciar, de decir sí o no, de seguir todas los trazos del veneno, de encontrar el mejor antídoto. Más que simular un discreto olvido delante de lo que se mira, más que buscar en él su ley y someter a él cada uno de sus movimientos, es una mirada que sabe dónde mira e igualmente lo que mira
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La historia, genealógicamente dirigida, no tiene como finalidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el contrario encarnizarse en disiparlas; no busca reconstruir el centro único del que provenimos, esa primera patria donde los metafísicos nos prometen que volveremos; intenta hacer aparecer todas las discontinuidades que nos atraviesan... resaltar los sistemas heterogéneo que, bajo la máscara de nuestro yo, nos prohíben toda identidad.
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Como complemento al agudo artículo de Foucault y para hacer aún más claras las revolucionarias ideas de Nietzsche, he publicado también la segunda “Consideración Intempestiva” del filósofo alemán: “De la utilidad o inconveniencia de la historia para la vida”