Acabo de traducir y publicar la primera parte de “Abandonando al Niño”, conferencia que James Hillman diera en Eranos en 1971, y que ha sido publicada en el último volumen de la edición uniforme de sus obras: James Hillman Uniform Edition, vol. 6.1: Mythic Figures (ed. Spring 2007)
En el artículo Hillman distingue con lucidez la infancia y los niños "de hecho" de la fantasía arquetipal de la figura del niño, la cual configura nuestras apreciaciones, nuestras conductas y nuestras ilusiones, personales y colectivas. Como eterno defensor del Puer ante la rígida escolástica junguiana, Hillman no deja de asociar al Puer el poder de la imaginación, la futuridad, el vuelo y la chispa, pero también la vulnerabilidad y la fragilidad. Siguiendo el lema de “donde está la vulnerabilidad está el alma”, Hillman insiste en la figura del niño (el niño siempre abandonado, el niño que no crece) como portador de la dimensión anímica y defensor de toda rebeldía ante la imposición de una moral, un sistema, un objetivo literalizado o una supuesta “meta de crecimiento”: el arquetipo del niño no crece. La aspiración a hacer crecer al niño es uno de los modos más penosos de abandono.
He aquí un parágrafo de esta magnífica conferencia:
Evocando al Niño
Estamos familiarizados con situaciones que convocan al niño de donde lo hemos dejado. Regresar a lugares , sonidos, olores familiares; cada abaissement du niveau mental, nuevas condiciones que constelan emoción y la fantasía de la completa novedad, de que uno puede hacer lo que quiera; también súbitos enamoramientos, súbitas enfermedades, súbita depresión. El niño es también evocado por lo no familiar donde se requiere imaginación y en su lugar respondemos con obstinada petulancia, inadaptación, lágrimas.
Pero la condición regresiva que nadie quiere también puede surgir directamente en la psicoterapia. Pues aquí hay un refugio para deslizarse fuera del escondite, aquí uno puede mostrar sus tapujos no queridos, no amables, feos, y las propias inmensas esperanzas. Estos sentimientos han recibido nombres psicológicos apropiados: deseos infantiles, fantasías autodestructivas, anhelos de omnipotencia, impulsos arcaicos. Pero al ridiculizar estos nombres no debemos olvidar -y cada uno de nosotros somos terapeutas de la psique puesto que es una devoción que no puede pertenecer sólo a una profesión- que siempre estas condiciones patológicas infantiles contienen futuridad. El mismo camino hacia delante mediante las condiciones tan poco deseadas, feas y ridículamente expectantes, yace justo en las mismas condiciones. La patología es también la futuridad. En ella yace la intuición, de ella viene el movimiento y el cambio.
Al reconocer un grito básico podemos evocar este niño en la patología; es como si hubiera un grito básico en las personas que da voz directa al contenido abandonado. Para algunas personas es: “Ayúdame, por favor ayúdame”; otras dicen, “tómame tal como soy, tómame, todo entero sin elección entre mis rasgos, sin juicio, sin preguntas”; o “tómame, sin que yo tenga que hacer algo, o que ser alguien”. Otro grito podría ser “sujétame” o “no te vayas; no me dejes solo jamás”. Podemos también oír al contenido diciendo simplemente: “Amame”. O podemos escuchar: “enséñame, muéstrame qué hacer, dime cómo”. O “llévame, cuídame”. O el grito desde el fondo puede decir “Déjame solo, solo del todo; tan sólo déjame ser”.
Generalmente el grito básico habla en la voz receptiva del niño, donde el sujeto es un objeto, un “yo” en las manos de otros, incapaz de acción y sin embargo enunciando patéticamente su conocimiento de su subjetividad, sabiendo cómo desea ser tratado. Su subjetividad está en el grito por medio del cual organiza su existencia. De modo que, también, escuchamos en él el grito básico que una persona dirige a su entorno, transformando a quienes les rodean en sus auxiliares, o amantes, o constantes compañeros (un thiasos) que alimentarán, acompañarán en su danza, o enseñarán, o aceptarán todo ciegamente, que nunca le dejarán solo, o al revés, de quienes huye en continuo rechazo. Y el grito dice cómo es incapaz una persona de afrontar sus necesidades por sí misma, incapaz de ayudarse, o de dejarse estar.
Vale la pena insistir aquí que el grito nunca se cura. Al dar voz al niño abandonado, siempre está ahí, y debe estar ahí como una necesidad arquetipal. Bien sabemos que algunas cosas no las aprendemos nunca, no podemos evitarlas, las repetimos y protestamos una y otra vez. Estos lugares inaccesibles donde siempre estamos expuestos y asustados, donde no podemos aprender, no podemos amar, y no podemos valernos transformándonos, reprimiendo o aceptando, son los desiertos, las cuevas donde yace escondido el niño abandonado. Que continuemos regresando a estos sitios dice algo fundamental acerca de la naturaleza humana; estamos tocando una psicopatía incurable una y otra vez a lo largo del curso de la vida, la cual, sin embargo, aparentemente pasa por muchos cambios antes y después del contacto con el niño que no cambia.
Aquí damos con la relación psicológica entre lo que la filosofía llama devenir y ser, o lo cambiante y lo inmutable, lo diferente y lo igual, y lo que la psicología llama crecimiento por un lado, y por el otro psicopatía; aquello que por definición no puede revertir o cambiar sino que permanece como una laguna del carácter más o menos constante a lo largo de la vida. En el lenguaje de nuestro tema tenemos la vulnerabilidad del niño abandonado, y la futuridad evolutiva de este mismo niño.
En este acertijo usualmente tomamos un lado u el otro, sintiéndonos diferentes, cambiantes, evolucionando, sólo para ser aplastados otra vez por la estrepitosa recurrencia un grito básico que a su vez conduce a la creencia de estar desesperadamente estancado, sin que nada cambie, tan sólo el mismo de siempre. La historia de la psicoterapia también ha sido llevada hacia delante y detrás por este dilema aparente. En algunos momentos la teoría de la degeneración (herencia y constitución, o una idea de predestinación) declara que el carácter es destino y que no podemos sino cambiar dentro de esquemas predeterminados. En otros momentos, tal como hoy en la psicología desarrollista humanística americana, la categoría de crecimiento mediante transformación cubre todos los acontecimientos psíquicos.
Ninguna de esas posiciones es adecuada. Como el niño metafórico del Sofista de Platón (249d) que, cuando se le pide escoger, opta por “ambos”, el niño abandonado es tanto aquello que nunca crece y persiste como permanente, como psicopatía, y también esa futuridad que surge de la misma vulnerabilidad. El complejo persiste, y las lagunas; eso que se vuelve diferente son nuestras conexiones con estos lugares y nuestras reflexiones a través de ellos. Es como que para cambiar debemos seguir en contacto con lo incambiable, que también implica tomar el cambio por lo que es, en lugar de en términos de desarrollo. La evolución tiende a devenir un “medio de repudiar el pasado” (T. S. Eliot); lo que queremos cambiar es aquello de lo que queremos deshacernos. Se requiere una sutil percepción psicológica para distinguir en nuestras naturalezas lo cambiable de lo incambiable, y para ver los dos como íntimamente conectados, a fin de no buscar el crecimiento en los lugares equivocados y la estabilidad en los lugares errados, o para presumir que el cambio deja detrás la estabilidad y que la estabilidad nunca es vulnerable.
Puede leerse la conferencia picando aquí
En el artículo Hillman distingue con lucidez la infancia y los niños "de hecho" de la fantasía arquetipal de la figura del niño, la cual configura nuestras apreciaciones, nuestras conductas y nuestras ilusiones, personales y colectivas. Como eterno defensor del Puer ante la rígida escolástica junguiana, Hillman no deja de asociar al Puer el poder de la imaginación, la futuridad, el vuelo y la chispa, pero también la vulnerabilidad y la fragilidad. Siguiendo el lema de “donde está la vulnerabilidad está el alma”, Hillman insiste en la figura del niño (el niño siempre abandonado, el niño que no crece) como portador de la dimensión anímica y defensor de toda rebeldía ante la imposición de una moral, un sistema, un objetivo literalizado o una supuesta “meta de crecimiento”: el arquetipo del niño no crece. La aspiración a hacer crecer al niño es uno de los modos más penosos de abandono.
He aquí un parágrafo de esta magnífica conferencia:
Evocando al Niño
Estamos familiarizados con situaciones que convocan al niño de donde lo hemos dejado. Regresar a lugares , sonidos, olores familiares; cada abaissement du niveau mental, nuevas condiciones que constelan emoción y la fantasía de la completa novedad, de que uno puede hacer lo que quiera; también súbitos enamoramientos, súbitas enfermedades, súbita depresión. El niño es también evocado por lo no familiar donde se requiere imaginación y en su lugar respondemos con obstinada petulancia, inadaptación, lágrimas.
Pero la condición regresiva que nadie quiere también puede surgir directamente en la psicoterapia. Pues aquí hay un refugio para deslizarse fuera del escondite, aquí uno puede mostrar sus tapujos no queridos, no amables, feos, y las propias inmensas esperanzas. Estos sentimientos han recibido nombres psicológicos apropiados: deseos infantiles, fantasías autodestructivas, anhelos de omnipotencia, impulsos arcaicos. Pero al ridiculizar estos nombres no debemos olvidar -y cada uno de nosotros somos terapeutas de la psique puesto que es una devoción que no puede pertenecer sólo a una profesión- que siempre estas condiciones patológicas infantiles contienen futuridad. El mismo camino hacia delante mediante las condiciones tan poco deseadas, feas y ridículamente expectantes, yace justo en las mismas condiciones. La patología es también la futuridad. En ella yace la intuición, de ella viene el movimiento y el cambio.
Al reconocer un grito básico podemos evocar este niño en la patología; es como si hubiera un grito básico en las personas que da voz directa al contenido abandonado. Para algunas personas es: “Ayúdame, por favor ayúdame”; otras dicen, “tómame tal como soy, tómame, todo entero sin elección entre mis rasgos, sin juicio, sin preguntas”; o “tómame, sin que yo tenga que hacer algo, o que ser alguien”. Otro grito podría ser “sujétame” o “no te vayas; no me dejes solo jamás”. Podemos también oír al contenido diciendo simplemente: “Amame”. O podemos escuchar: “enséñame, muéstrame qué hacer, dime cómo”. O “llévame, cuídame”. O el grito desde el fondo puede decir “Déjame solo, solo del todo; tan sólo déjame ser”.
Generalmente el grito básico habla en la voz receptiva del niño, donde el sujeto es un objeto, un “yo” en las manos de otros, incapaz de acción y sin embargo enunciando patéticamente su conocimiento de su subjetividad, sabiendo cómo desea ser tratado. Su subjetividad está en el grito por medio del cual organiza su existencia. De modo que, también, escuchamos en él el grito básico que una persona dirige a su entorno, transformando a quienes les rodean en sus auxiliares, o amantes, o constantes compañeros (un thiasos) que alimentarán, acompañarán en su danza, o enseñarán, o aceptarán todo ciegamente, que nunca le dejarán solo, o al revés, de quienes huye en continuo rechazo. Y el grito dice cómo es incapaz una persona de afrontar sus necesidades por sí misma, incapaz de ayudarse, o de dejarse estar.
Vale la pena insistir aquí que el grito nunca se cura. Al dar voz al niño abandonado, siempre está ahí, y debe estar ahí como una necesidad arquetipal. Bien sabemos que algunas cosas no las aprendemos nunca, no podemos evitarlas, las repetimos y protestamos una y otra vez. Estos lugares inaccesibles donde siempre estamos expuestos y asustados, donde no podemos aprender, no podemos amar, y no podemos valernos transformándonos, reprimiendo o aceptando, son los desiertos, las cuevas donde yace escondido el niño abandonado. Que continuemos regresando a estos sitios dice algo fundamental acerca de la naturaleza humana; estamos tocando una psicopatía incurable una y otra vez a lo largo del curso de la vida, la cual, sin embargo, aparentemente pasa por muchos cambios antes y después del contacto con el niño que no cambia.
Aquí damos con la relación psicológica entre lo que la filosofía llama devenir y ser, o lo cambiante y lo inmutable, lo diferente y lo igual, y lo que la psicología llama crecimiento por un lado, y por el otro psicopatía; aquello que por definición no puede revertir o cambiar sino que permanece como una laguna del carácter más o menos constante a lo largo de la vida. En el lenguaje de nuestro tema tenemos la vulnerabilidad del niño abandonado, y la futuridad evolutiva de este mismo niño.
En este acertijo usualmente tomamos un lado u el otro, sintiéndonos diferentes, cambiantes, evolucionando, sólo para ser aplastados otra vez por la estrepitosa recurrencia un grito básico que a su vez conduce a la creencia de estar desesperadamente estancado, sin que nada cambie, tan sólo el mismo de siempre. La historia de la psicoterapia también ha sido llevada hacia delante y detrás por este dilema aparente. En algunos momentos la teoría de la degeneración (herencia y constitución, o una idea de predestinación) declara que el carácter es destino y que no podemos sino cambiar dentro de esquemas predeterminados. En otros momentos, tal como hoy en la psicología desarrollista humanística americana, la categoría de crecimiento mediante transformación cubre todos los acontecimientos psíquicos.
Ninguna de esas posiciones es adecuada. Como el niño metafórico del Sofista de Platón (249d) que, cuando se le pide escoger, opta por “ambos”, el niño abandonado es tanto aquello que nunca crece y persiste como permanente, como psicopatía, y también esa futuridad que surge de la misma vulnerabilidad. El complejo persiste, y las lagunas; eso que se vuelve diferente son nuestras conexiones con estos lugares y nuestras reflexiones a través de ellos. Es como que para cambiar debemos seguir en contacto con lo incambiable, que también implica tomar el cambio por lo que es, en lugar de en términos de desarrollo. La evolución tiende a devenir un “medio de repudiar el pasado” (T. S. Eliot); lo que queremos cambiar es aquello de lo que queremos deshacernos. Se requiere una sutil percepción psicológica para distinguir en nuestras naturalezas lo cambiable de lo incambiable, y para ver los dos como íntimamente conectados, a fin de no buscar el crecimiento en los lugares equivocados y la estabilidad en los lugares errados, o para presumir que el cambio deja detrás la estabilidad y que la estabilidad nunca es vulnerable.
Puede leerse la conferencia picando aquí