tomado de
RICHARD RORTY: Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991.
Fue Nietzsche el primero en sugerir explícitamente la exclusión de la idea de “conocer la verdad”. Su definición de la verdad como “un ejercito móvil de metáforas” equivalía a la afirmación de que había que abandonar la idea de “representar la realidad” por medio del lenguaje y, con ello, la idea de descubrir un contexto único para todas las vidas humanas. Su perspectivismo equivalía a la afirmación de que el universo no tiene un registro de cargas que pueda ser conocido, ninguna extensión determinada. El tenía la esperanza de que cuando hubiésemos caído en la cuenta de que el “mundo verdadero” de Platón era sólo una fábula, buscaríamos consuelo, en el momento de morir, no en el haber trascendido la condición animal, sino en el ser esa especie peculiar de animal mortal que, al describirse a sí mismo en sus propios términos, se había creado a sí misma. Más exactamente, se había creado la única parte de sí que importaba, construyendo su propia mente. Crear la mente de uno es crear el lenguaje de uno, antes de dejar que la extensión de la mente de uno sea ocupada por el lenguaje que otros seres humanos nos han legado.(1)
Pero al abandonar la noción tradicional de verdad Nietzsche no abandonó la idea de que un individuo podía hacer remontar a su origen las ciegas marcas que llevan nuestras acciones. Sólo rechazó la idea de que ese remontar fuera un proceso de descubrimiento. De acuerdo con su concepción, al alcanzar esa suerte de conocimiento de sí no llegamos a conocer una verdad que está ahí afuera (o aquí adentro) desde siempre. Concebía, más bien, el conocimiento de sí como una creación de sí. El proceso de llegar a conocerse a sí mismo, enfrentándose a la propia contingencia haciendo remontar a su origen las causas, se identifica con el proceso de inventar un nuevo lenguaje, esto es, idear algunas metáforas nuevas. Porque toda descripción literal de la identidad de uno -esto es, todo empleo de un juego heredado de lenguaje con ese propósito- necesariamente fracasará. No se habrá hecho remontar esa idiosincrasia a su origen, sino que meramente se la habrá llagado a concebir como algo al fin y al cabo no idiosincrático, como un espécimen en el que se reitera un tipo, una copia o una réplica de algo que ya ha sido identificado. Fracasar, como poeta- y, por tanto, para Nietzsche, fracasar como ser humano- es aceptar la descripción que otro ha hecho de sí mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir, en el mejor de los caso, elegantes variaciones de poemas ya escritos. De tal modo, la única manera de hacer remontar a su origen las causas del propio ser sería la de narrar un historia acerca de las causas de uno mismo en un nuevo lenguaje.
Esto puede sonar paradójico, porque pensamos las causas como algo que se descubre y no que se inventa. Concebimos la narración de una historia causal como el paradigma del uso literal del lenguaje. La metáfora, la originalidad lingüística, parece fuera de lugar cuando uno pasa del simple gusto por esa originalidad a la explicación de por qué ocurren esas originalidades y no otras. Pero debe recordarse la afirmación formulada en el capítulo precedente según la cual aún en las ciencias naturales ocasionalmente llegamos a historias causales genuinamente nuevas, historias del tipo de las producidas por lo que Kuhn llama “ciencia revolucionaria”. Aún en esas ciencias las redescripciones metafóricas son el indicio del genio y de los saltos revolucionarios hacia delante. Si fortalecemos esa observación kuhniana pensando, con Davidson, que la distinción entre lo literal y lo metafórico es la distinción entre el viejo lenguaje y el nuevo lenguaje, en lugar de contemplarla como palabras que captan el mundo y palabras que no llegan a hacerlo, la paradoja desaparece. Si con Davidson, descartamos la noción del lenguaje como algo que se adecua al mundo, podemos ver la pertinencia de la tesis de Bloom y de Nietzsche de que el hacedor vigoroso, la persona que emplea las palabras en la forma en que antes nunca han sido empleadas, es la más capacitada para apreciar su propia contingencia. Porque ella puede ver, con más claridad que el historiador, el crítico o el filósofo que buscan la continuidad, que su lenguaje es tan contingente como la época histórica de sus padres o la suya propias. Puede apreciar la fuerza de la afirmación de que “la verdad es un ejército móvil de metáforas” porque debido a su propia amplitud ha pasado de un perspectiva, de una metáfora, a otra. [...]
Dicho de otro modo: la tradición filosófica occidental concibe la vida humana como un triunfo en la medida en que trasmuta el mundo del tiempo de la apariencia y de la opinión individual en otro mundo: el mundo de la verdad perdurable. Nietzsche, en cambio, cree que el límite que es importante atravesar no es el que separa el tiempo de lo intemporal, sino el que divide lo viejo de lo nuevo. Piensa que la vida humana triunfa en la medida en que escapa de las descripciones de la contingencia de la existencia heredadas y halla nuevas descripciones. Es ésa la diferencia que separa la voluntad de verdad de la voluntad de autosuperación. Es la diferencia entre concebir la redención como el contacto con algo más amplio y más duradero que uno, y la redención como Nietzsche la describe: “Recrear todo “fue” para convertirlo en un “así lo quise”.” (2)
Richard Rorty, págs. 47-49
Pero al abandonar la noción tradicional de verdad Nietzsche no abandonó la idea de que un individuo podía hacer remontar a su origen las ciegas marcas que llevan nuestras acciones. Sólo rechazó la idea de que ese remontar fuera un proceso de descubrimiento. De acuerdo con su concepción, al alcanzar esa suerte de conocimiento de sí no llegamos a conocer una verdad que está ahí afuera (o aquí adentro) desde siempre. Concebía, más bien, el conocimiento de sí como una creación de sí. El proceso de llegar a conocerse a sí mismo, enfrentándose a la propia contingencia haciendo remontar a su origen las causas, se identifica con el proceso de inventar un nuevo lenguaje, esto es, idear algunas metáforas nuevas. Porque toda descripción literal de la identidad de uno -esto es, todo empleo de un juego heredado de lenguaje con ese propósito- necesariamente fracasará. No se habrá hecho remontar esa idiosincrasia a su origen, sino que meramente se la habrá llagado a concebir como algo al fin y al cabo no idiosincrático, como un espécimen en el que se reitera un tipo, una copia o una réplica de algo que ya ha sido identificado. Fracasar, como poeta- y, por tanto, para Nietzsche, fracasar como ser humano- es aceptar la descripción que otro ha hecho de sí mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir, en el mejor de los caso, elegantes variaciones de poemas ya escritos. De tal modo, la única manera de hacer remontar a su origen las causas del propio ser sería la de narrar un historia acerca de las causas de uno mismo en un nuevo lenguaje.
Esto puede sonar paradójico, porque pensamos las causas como algo que se descubre y no que se inventa. Concebimos la narración de una historia causal como el paradigma del uso literal del lenguaje. La metáfora, la originalidad lingüística, parece fuera de lugar cuando uno pasa del simple gusto por esa originalidad a la explicación de por qué ocurren esas originalidades y no otras. Pero debe recordarse la afirmación formulada en el capítulo precedente según la cual aún en las ciencias naturales ocasionalmente llegamos a historias causales genuinamente nuevas, historias del tipo de las producidas por lo que Kuhn llama “ciencia revolucionaria”. Aún en esas ciencias las redescripciones metafóricas son el indicio del genio y de los saltos revolucionarios hacia delante. Si fortalecemos esa observación kuhniana pensando, con Davidson, que la distinción entre lo literal y lo metafórico es la distinción entre el viejo lenguaje y el nuevo lenguaje, en lugar de contemplarla como palabras que captan el mundo y palabras que no llegan a hacerlo, la paradoja desaparece. Si con Davidson, descartamos la noción del lenguaje como algo que se adecua al mundo, podemos ver la pertinencia de la tesis de Bloom y de Nietzsche de que el hacedor vigoroso, la persona que emplea las palabras en la forma en que antes nunca han sido empleadas, es la más capacitada para apreciar su propia contingencia. Porque ella puede ver, con más claridad que el historiador, el crítico o el filósofo que buscan la continuidad, que su lenguaje es tan contingente como la época histórica de sus padres o la suya propias. Puede apreciar la fuerza de la afirmación de que “la verdad es un ejército móvil de metáforas” porque debido a su propia amplitud ha pasado de un perspectiva, de una metáfora, a otra. [...]
Dicho de otro modo: la tradición filosófica occidental concibe la vida humana como un triunfo en la medida en que trasmuta el mundo del tiempo de la apariencia y de la opinión individual en otro mundo: el mundo de la verdad perdurable. Nietzsche, en cambio, cree que el límite que es importante atravesar no es el que separa el tiempo de lo intemporal, sino el que divide lo viejo de lo nuevo. Piensa que la vida humana triunfa en la medida en que escapa de las descripciones de la contingencia de la existencia heredadas y halla nuevas descripciones. Es ésa la diferencia que separa la voluntad de verdad de la voluntad de autosuperación. Es la diferencia entre concebir la redención como el contacto con algo más amplio y más duradero que uno, y la redención como Nietzsche la describe: “Recrear todo “fue” para convertirlo en un “así lo quise”.” (2)
Richard Rorty, págs. 47-49
(1) Nota del autor: Mi interpretación de Nietzsche debe mucho a la original y penetrante obra de Alexander Nehamas. Nietzsche: Life and Literature, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press, 1985.
(2) Nota de E. Eskenazi: En este sentido puede ser interesante considerar la doctrina del eterno retorno en su versión “popularizada≠ en la película que puede verse picando aquí.