…como el desarrollo de la conciencia exige la renuncia a todas las proyecciones asequibles, tampoco es posible seguir sosteniendo ninguna mitología en el sentido de una existencia no psicológica. Si el proceso histórico de “des-animación” del mundo, o lo que es lo mismo, si la renuncia a las proyecciones, continúa progresando como hasta el presente, todo cuanto se halle afuera, sea de carácter divino o demoníaco, habrá de volver al alma, al interior desconocido del hombre, de donde aparentemente partió.
… cada cual hállase con una disposición anímica que limita su libertad en alto grado y que inclusive la torna casi ilusoria. La “libertad de la voluntad” no sólo constituye un serio problema desde el punto de vista filosófico sino también desde el práctico, pues rara vez se encuentran personas que no estén amplia y aun preponderantemente dominadas por sus inclinaciones, hábitos, impulsos, prejuicios, resentimientos y toda clase de complejos. La suma de estos hechos naturales funciona exactamente a la manera de un Olimpo poblado de dioses que reclaman ser propiciados, servidos, temidos, y venerados, no sólo por el propietario particular de esa compañía de dioses, sino también por quienes les rodean. Falta de libertad y posesión son sinónimos. Por eso, siempre hay algo en el alma que se apodera y limita o suprime la libertad moral. Para disimular por un lado esa verdadera pero desagradable realidad, y por el otro animarse a gozar la libertad, la gente se ha acostumbrado a usar el modismo -en el fondo apotrópico- que reza: “Tengo la inclinación, o el hábito, o el presentimiento...”, en lugar de hacer constar, según corresponde a la verdad: “Tal inclinación, o tal costumbre, o tal presentimiento me tienen a mí”. Este último modo de expresarnos también nos costaría la ilusión de la libertad. Pero, es de preguntar si, al fin de cuentas -en un sentido más elevado-, no sería ello mejor que ofuscarse inclusive con el lenguaje. De hecho y en verdad no gozamos ninguna libertad sin dueño, sino que de continuo nos hallamos amenazados por ciertos factores anímicos capaces de incautarse de nosotros bajo la forma de “hechos naturales”. La amplia renuncia a ciertas proyecciones metafísicas entréganos poco menos que desamparados a tales hechos, por cuanto en seguida nos identificamos con todo impulso, en lugar de darle el nombre de “otro”, con lo cual lo mantendríamos alejado -aunque no fuese más que el largo de un brazo- y no podría adueñarse acto seguido de la ciudadela del yo. Los “dominios” y los “poderes” existen siempre; no nos es dable producirlos ni falta hace que lo hagamos. Sólo es de nuestra incumbencia la elección del “amo” al que deseamos servir para así protegernos contra el dominio de los “otros”, a los cuales no hemos elegido. “Dios” no es producido, sino elegido. Nuestra elección designa y define a “Dios”. Pero nuestra elección es obra humana, y por ello la definición que la acompaña es finita e imperfecta. (Tampoco la idea de la perfección pone perfección alguna). La definición es una imagen que no eleva a la esfera de la comprensibilidad a la realidad desconocida indicada por la imagen. De otro modo sería lícito decir que se ha creado a un dios. El “amo” que hemos escogido no es idéntico a la imagen de él esbozada por nosotros en el tiempo y en el espacio. Al igual que siempre, actúa dentro de las profundidades anímicas como una magnitud no cognoscible. En realidad, ni conocemos cuál es la índole de un pensamiento sencillo, y mucho menos los principios últimos de lo psíquico en general. Tampoco podemos disponer, en manera alguna, de la vida íntima del alma. Pero como tal vida hállase sustraída a nuestro albedrío y a nuestras intenciones y se yergue libremente ante nosotros, puede darse el caso de que lo vivo elegido y designado por la definición, también contra nuestra voluntad desborde el marco de la imagen hecho por manos humanas. Entonces tal vez cabría decir con Nietzsche: “Dios ha muerto”. No obstante, mas acertado sería afirmar: “Abandonó la imagen que habíamos hecho de Él, ¿y dónde volveremos a encontrarle?”. El interregno está erizado de peligros, pues los hechos naturales impondrán sus derechos bajo la forma de diversos “ismos”. De ello no surge sino el anarquismo y la destrucción, porque a causa de la inflación, la hybris humana elige al yo, en su más ridícula mezquindad, para que enseñoree sobre el universo.
No espero que ningún cristiano creyente siga el curso de esas ideas, las que tal vez le parezcan absurdas. No están dirigidas tampoco a los beati possidentes (felices poseedores) de la fe, sino a muchas personas para las cuales se ha apagado la luz, se ha hundido el misterio y Dios ha muerto. Para la mayoría de ellas no hay retorno posible, y tampoco se sabe a ciencia cierta si en realidad sería el retorno lo mejor. A objeto de comprender las cosas religiosas, no hay en el presente otro camino que el psicológico; de ahí me empeño en refundir formas del pensar históricamente petrificadas y en transformarlas en conceptos de experiencia inmediata. Es, por cierto, difícil empresa reencontrar el puente que reúna la concepción del dogma con la inmediata experiencia de los arquetipos psicológicos; mas el estudio de los símbolos naturales del inconsciente facilita los materiales necesarios.
La muerte de Dios (o su desaparición) en modo alguno constituye un símbolo exclusivamente cristiano. La búsqueda que sigue a su muerte, repítese aún en el presente cuando muere un Dalai-Lama, así como en la antigüedad todos los años se celebraba la búsqueda de Coré. Esta amplia difusión se pronuncia en favor de la existencia general de este proceso típico del alma: se ha perdido el valor sumo que da vida y sentido. Este proceso constituye una experiencia típica, una experiencia que se repite a menudo, de ahí que se halle expresada también en un punto central del misterio cristiano. Esa muerte o pérdida tiene que repetirse de continuo. Cristo muere y nace siempre: pues, comparada con nuestro sentimiento de ligazón con el tiempo la vida psíquica del arquetipo es intemporal. Escapa a mi conocimiento el precisar las leyes que determinan la eficaz manifestación ya de este aspecto del arquetipo ya de aquel otro. Tan sólo sé -y con ello implico el saber de innumerables personas- que actualmente se da una época de muerte y desaparición de Dios. Dice el mito que no se le encontró allí donde se había depositado su cuerpo. El “cuerpo” corresponde a la forma exterior, visible, de la versión conocida hasta ahora, pero pasajera, del valor sumo. Pues bien, el mito agrega, además, que el valor resucita de modo milagroso, pero que ha cambiado. Esto parece un milagro, pues toda vez que un valor desaparece semeja definitivamente perdido. Por eso, su vuelta es un hecho por completo inesperado. El descenso a los Infiernos que se efectúa durante los tres días de la muerte, describe el hundimiento del valor desaparecido en lo inconsciente, donde -con la victoria sobre el poder de las tinieblas- establece un nuevo orden y de donde vuelve a emerger hasta elevarse a las alturas del cielo, o sea, a la claridad suma de la conciencia. La escasez de personas que ven al Resucitado, prueba que no son pocas las dificultades con que se tropieza cuando se aspira a reencontrar y reconocer el valor transformado.
Estas reflexiones de Jung están tomadas de la tercera conferencia Terry, incluída en su obra “Psicología y Religión"
Son reflexiones importantes para comprender el hilo del seminario “Reflexiones sobre el Alma”